A un hospital de Portomarín llega un caminante moribundo. Le cargan cuatro desconocidos que le dejan a su puerta, se vuelven y siguen su camino. Nadie sabe si este que agoniza pidiendo un poco de agua y caridad es un peregrino, un salteador, o un desafortunado clérigo. Los hospitalarios religiosos le acogen sin preguntar y el desafortunado les agradece con silencio y se duerme mientras le meten en una cama. El salón donde le hospedan tiene el olor dulzón y empalagoso de las úlceras, huele a sudor, a vómitos y al orín seco de las vestiduras. Son más de cien los peregrinos allí. Rezan todos por sanarse y continuar el poco camino que les resta. Todos menos el recién llegado, que convulsa, vomita y muere pasado el toque de animas. Un religioso en la mañana le bendijo y cubriéndole la cara macilenta con una raída capa. Al regresar para retirarlo los monjes encuentran en su lugar un recién nacido que llora y agita brazos y piernas. Todos imploran a Dios, se persignan, y se entregan al rezo aterrorizados. Pronto se corre la noticia; ‘ha acontecido un milagro; uno nunca antes visto en el camino que va a Santiago’… ‘Un hombre murió y en su lugar Dios ha puesto un niño’. El inquisidor que está de paso llega al otro día. El prior le muestra la criatura que mira inocente de entre sus pañales. “Pasará mucho tiempo hasta que se conozca la naturaleza de aquel portento. Conviene que se crié el niño entre las santas paredes de un monasterio” -diciendo esto El inquisidor le desnuda- Para sorpresa suya la criatura no tiene cola ni cuernos, pero si mucho frío; un chorro de orina mancha el habito del prelado…
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